Por: Emilio Gutiérrez Yance
A las 7 en punto, en las tibias noches del pueblo, las campanas de la iglesia comenzaban a repicar con una regularidad infalible. El eco de los metales golpeándose, se extendía como un manto de sonidos envolviendo las calles estrechas y solitarias, hasta colarse en los recodos más ocultos de las modestas viviendas. Este retumbar, que podría haberse confundido con un aviso fúnebre, resonaba con fuerza antes de extinguirse como los relámpagos que mueren en las cumbres de los cerros. Pero esta vez, el sonido persistía, reverberando una y otra vez, como si los metales se negaran a ceder ante el silencio de la noche.
Los jóvenes y niños que, hasta ese momento charlaban animadamente en el parque o visitaban a sus novias, se despedían apresuradamente. Se internaban en las profundidades de la noche caminando por las polvorientas calles, buscando llegar lo antes posible a sus casas. Porque todos sabían que ese sonido no era un llamado a misa; era la orden inequívoca del inspector de policía para que todos los menores de edad estuvieran a salvo bajo el techo familiar.
Unos minutos después, el inspector Nando comenzaba su recorrido por las calles de Pinillos. Su figura erguida y su paso firme eran inconfundibles. Iba con la certeza de quien sabe qué, su mandato, sería cumplido. Si por casualidad encontraba a un infractor, lo cual sucedía en contadas ocasiones, lo escoltaba hasta la casa de sus padres. Allí, con una mezcla de autoridad y severidad paternal, entregaba al transgresor junto con un sermón breve pero contundente: sobre la importancia de obedecer las reglas, los peligros de la noche, y el respeto hacia los mayores. Además, imponía una multa de unos cuantos pesos, una cantidad simbólica pero significativa para los campesinos que siempre vivían al límite de sus posibilidades. La suma de estos pocos pesos era invertida en obras sociales como la pintura del colegio o la compra de unas sillas para la iglesia.
El encargado de imponer el orden por esa época, años 80 y 90, fue el inspector Nando, cuyo verdadero nombre es Hernán Gil. Nació en Pinillos, un municipio colombiano ubicado en el departamento de Bolívar, en la Isla de Santa Bárbara, en la Mojana bolivarense. Aquel hombre, conocido en el pueblo como «Nando», se encargaba de imponer la autoridad en su tierra. No era abogado, pero su código, basado en el sentido común, los diez mandamientos de la ley de Dios y las normas de urbanidad que había aprendido en su hogar y en sus pocos años de colegio, le servían para ser un juez ecuánime, capaz de resolver los conflictos más enrevesados con sabiduría salomónica.
Una de sus intervenciones más memorables ocurrió cuando una mujer llegó a su oficina, acompañada por sus dos hijos. Con la voz quebrada, denunció que su compañero, un pescador del corregimiento de Palanquito, la había maltratado. Sin pensarlo dos veces, el inspector Nando marchó hasta el pueblo vecino, donde detuvo al agresor y lo encerró en la cárcel local.
Pasados ocho días, la misma mujer regresó, con un documento en la mano. Sus ojos, enrojecidos por las noches de llanto, evitaban el contacto con la mirada severa del inspector. El sol, ya alto en el cielo, proyectaba sombras largas en la oficina de Nando, quien se encontraba revisando unos papeles cuando la puerta se abrió lentamente.
—Buenos días, señor inspector —dijo la mujer en un susurro, apenas audible.
Nando levantó la vista y, al notar la presencia de la mujer, dejó los papeles a un lado y se reclinó en su silla, entrelazando los dedos sobre el escritorio de madera.
—Buenos días, señora —respondió con voz firme—. ¿Qué la trae de vuelta por aquí? ¿Todo está bien?
La mujer, sin poder contener un suspiro, extendió el documento tembloroso hacia él. Nando lo tomó y comenzó a leer, mientras un silencio tenso llenaba la pequeña oficina. Sus ojos recorrían las líneas escritas con torpeza, como si quien lo hubiera redactado estuviera bajo una presión insostenible.
El documento era una carta, escrita con letras toscas por la misma mujer. En él, pedía la liberación inmediata de su marido, alegando que, sin él, la familia estaba condenada a la miseria. Describía con detalle cómo habían tenido que racionar la poca comida que les quedaba y cómo los niños lloraban de hambre cada noche. La mujer rogaba, imploraba que su marido fuera liberado, aunque fuera bajo condiciones, para que pudiera trabajar y llevar el pan a casa.
Nando terminó de leer la carta y levantó la mirada hacia la mujer. El sol, que penetraba por la ventana, iluminaba su rostro, revelando la angustia que le deformaba los rasgos.
—¿Así que quiere que lo libere? —preguntó Nando, dejando caer la carta sobre el escritorio.
—Sí, señor inspector —contestó ella, con la voz quebrada—. Los niños… ellos no entienden por qué su papá no está en casa. Estamos sufriendo, no tenemos a nadie más.
Nando se levantó lentamente, su figura imponente parecía agrandarse con cada paso que daba alrededor del escritorio. Se acercó a la mujer, la miró fijamente a los ojos y con voz grave le dijo:
—Usted sabe que lo detuve porque le levantó la mano. No puedo permitir que un hombre que maltrata a su familia vuelva a casa, así como así. Pero también entiendo que necesita trabajar para que ustedes puedan sobrevivir.
La mujer asintió, un rayo de esperanza iluminando sus ojos.
—Le prometo, señor inspector, que él ha aprendido la lección. Nunca más volverá a levantar la mano contra mí. Se lo juro por lo más sagrado.
Nando la observó por un largo momento, sopesando sus palabras. Luego, tras un profundo suspiro, respondió:
—Iré a verlo. Pero, señora, si vuelve a suceder, no habrá documento ni súplica que lo salve.
La mujer, con lágrimas en los ojos, murmuró un agradecimiento entrecortado mientras Nando se dirigía hacia la puerta, decidido a darle al hombre una última oportunidad, con la esperanza de que las sombras de la noche no volvieran a cubrir su hogar con violencia.
El inspector, con su particular sentido de la justicia, decidió visitar al preso. Lo hizo arrodillarse, pedir perdón a su esposa y a sus hijos, y le exigió que, desde ese día, llevara una vida intachable. El hombre, arrepentido y humillado, aceptó. Y aunque la noche cayó sobre Pinillos como un manto oscuro, esa familia no volvió a sufrir maltrato, al menos no bajo la mirada vigilante de Nando.
En otra ocasión, el inspector enfrentó una situación insólita. El director de la cárcel local, en un gesto de audacia, decidió participar en un campeonato de fútbol, incluyendo en su equipo a dos presos. Una noche, después de un partido especialmente disputado, uno de los presos se escapó. El director fue detenido por negligencia, pero el inspector Nando, con su temple habitual, no tardó en descubrir el paradero del fugitivo. Viajó hasta un municipio vecino, donde el hombre se escondía, y tras una larga conversación bajo la sombra de una ceiba, lo convenció de entregarse. El director fue liberado poco después, agradecido de por vida con Nando por haber salvado su honor y su puesto.
Otro de los casos que marcaron la carrera del inspector fue el de un preso que pidió permiso para asistir al entierro de su madre en el corregimiento de Candelaria. El director de la cárcel, ante la ausencia del juez, acudió a Nando en busca de consejo. El inspector, conmovido por la tragedia familiar, autorizó el permiso, pero con la condición de que el preso fuera acompañado por un policía y el propio director de la cárcel. La escena del hombre llorando sobre la tumba de su madre bajo el ardiente sol, prometiendo no volver a delinquir, quedó grabada en la memoria del pueblo. Y aunque el preso regresó triste a la cárcel al caer la noche, lo hizo con el corazón aliviado por la compasión del inspector.
No todo fue fácil para Nando. En una ocasión, tuvo que lidiar con la denuncia contra uno de sus compadres, acusado de robar cinco gallinas para una fiesta. Aunque la amistad le pesaba, el inspector no dudó en citar a su compadre, reprenderlo y obligarlo a pagar por las gallinas en un plazo de tres días. La decisión le costó la amistad, pero no su integridad. Nando siguió siendo un pilar de justicia en un pueblo donde las lealtades a menudo se enfrentaban con la necesidad de imponer orden.
Finalmente, el inspector Nando se encontró frente a un caso que bien podría haber sido el argumento de una telenovela. Una pareja, tan famosa por sus amoríos como por sus riñas, llegó a la oficina del inspector, cada uno lanzando acusaciones de infidelidad con la pasión de quien pelea por el último pedazo de carne en un asado.
—¡Este hombre es un descarado, inspector! —gritó la mujer, alzando las manos al cielo—. Se pasa la vida detrás de las faldas de cuanta mujer se cruza en su camino. ¡Hasta la vecina de al lado ha sido su víctima!
—¡Y tú no te quedas atrás! —replicó el hombre, señalándola con un dedo acusador—. ¡No hay hombre en este pueblo al que no le hayas coqueteado! ¡Hasta el carnicero te ha visto guiñarle el ojo a medio mercado!
Los testigos, todos del mismo vecindario, no se quedaron atrás y se enredaron en un relato digno de un culebrón, pintando un cuadro de traiciones que hacían que la pequeña oficina del inspector Nando se sintiera más como un teatro. Uno relató cómo la mujer había sido vista saliendo de la casa del panadero justo antes del amanecer, con las mejillas coloradas y el cabello revuelto. Otro mencionó haber visto al hombre compartiendo una botella de aguardiente con la viuda que vivía en la calle de atrás, en más de una ocasión.
Nando, que había escuchado lo suficiente, alzó una mano para silenciar a la muchedumbre. La oficina quedó en un incómodo silencio, roto solo por el zumbido de una mosca que parecía disfrutar del drama tanto como los presentes.
—Bueno, bueno, aquí estamos para encontrar una solución, no para hacer más grande el escándalo —dijo Nando, rascándose la cabeza mientras pensaba en cómo resolver el enredo sin tener que traer más sillas a su oficina, que ya estaba a reventar.
—Miren, les voy a dar tres opciones —continuó, con tono solemne—: pueden perdonarse y seguir con sus vidas como si nada hubiera pasado; pueden tomarse un tiempo para reflexionar y ver si realmente quieren seguir juntos; o, si ya están cansados de tanta comedia, pueden separarse y dejar de hacer el ridículo en el pueblo.
La pareja se miró, ambos frunciendo el ceño, como si evaluaran la posibilidad de darle una patada al inspector y salir corriendo de la oficina. Pero al final, el hombre soltó un suspiro largo, y la mujer, sin decir palabra, asintió con la cabeza.
—Nos separamos —dijeron al unísono, con el tono de quien acepta su destino.
Ella hizo sus maletas y regresó a Santa Marta, dejando atrás el polvo y los chismes del pueblo. Él, por su parte, se quedó, decidido a rehacer su vida. Pero, para su desgracia, el mote de «cachón» se pegó a su nombre como una etiqueta de rebaja mal retirada. No importaba cuántos perfumes se echara o cuántas serenatas dedicara, las solteras del pueblo lo evitaban como si tuviera la peste.
Cada vez que se acercaba a alguna con intención de iniciar una conversación, las risitas de las vecinas resonaban a su alrededor, recordándole su infausto título. Las palabras de Nando sobre «dejar de hacer el ridículo» cobraban nuevo sentido cada vez que intentaba cortejar a una nueva dama y ella, entre risas disimuladas, se excusaba rápidamente.
Y así, el pobre hombre terminó conformándose con la compañía de su perro y una botella de aguardiente, sentado en el parque del pueblo, mientras las lenguas viperinas continuaban afilando chismes sobre los dos afilados adornos que su exmujer le había atornillado en la frente.
Las noches en Pinillos siguieron siendo tibias, las campanas de la iglesia continuaron sonando a las 7 en punto, y el inspector Nando, con su peculiar mezcla de severidad y compasión, continuó recorriendo las calles del pueblo, asegurándose de que, en su pequeño rincón del mundo, la justicia y el orden prevalecieran, aunque fuera por un poco más de tiempo.